Aprovechemos unos versos del poeta venezolanos Andrés Eloy Blanco para explicar la pasión de Hugo Chávez en presencia del déspota Fidel Castro: “Con un temblor de novia que se inicia, con un azoramiento de novicia”.
Cuando languidecían los años 90 del siglo pasado, el agente del comunismo cubano Alí Rodríguez Araque, lo llevó a La Habana. El astuto Castro le dio tratamiento de jefe de Estado, le cocinó langostas en una de sus casas millonarias y constató que a ese Sancho Panza le podía sacar mucho provecho. Por eso le habló, le habló y le habló hasta que logró el arrobamiento total del rústico caudillo barinés.
Después, ya presidente electo de Venezuela, Chávez volvió a Cuba con Arias Cárdenas, Alfredo Peña, el inevitable Rodríguez Araque y otros. Ya Fidel sabía que su viejo sueño de usar el petróleo venezolano para imponer el socialismo en Latinoamérica se iba a cumplir a través de Chávez.
Unos años más tarde el muy lúcido Enrique Tejera París me dijo:
“Mira Alexis, este caso es único en la historia. Cuba, un país más pequeño, menos poblado, más pobre y con menos desarrollo tecnológico, consiguió gracias a la estolidez de Chávez, dominar a Venezuela que lo superaba en todos esos renglones”.
Y como remate de tanto patético entreguismo, Fidel, que había convencido a Chávez de que él sería su heredero, lo persuadió también de tratarse su cáncer en La Habana, donde se especula que el enamorado teniente coronel golpista fue conducido a un deceso conveniente.
Y después, al soltar Chávez su presa venezolana e ir a su inexorable encuentro con Lucifer, el siniestro Castro ya lo había convencido que lo mejor para Venezuela (y desde luego para Cuba), era dejar el mando a un hombre entrenado en la Perla de las Antillas: el desteñido Nicolás Maduro.