LA HABANA, Cuba. – Del desayuno en los Estados Unidos se atrevieron a hablar en la Televisión Cubana, quizás “sin darse cuenta” que el tema es una de esas “teclas” que sería mejor no tocar ni en las actuales circunstancias ni durante esa “normalidad post-pandemia” de la que habla el Partido Comunista y que ha hecho poner caras de asombro y malestar a unos cuantos en la isla.

En muchísimos aspectos de la vida cotidiana y de la historia de este último medio siglo, Cuba jamás ha sido un “país normal”, tampoco una adorable “excepcionalidad” del socialismo como lo pudieran ser algunas democracias europeas.

Cuba pudiera ser una singularidad política pero jamás un lugar “normal”.

No lo es solo porque falte este o aquél material sino porque no es un país actualizado  política y económicamente. Los cubanos y las cubanas tampoco son singularidad. Habría que despreciar en extremo nuestra condición de seres humanos para admitir complacidos que un gobierno determine cómo debemos pensar y actuar en cada segundo de nuestras vidas.

Pero si deseamos ajustar nuestra perspectiva exclusivamente a lo sensorial, entonces la isla comunista, a pesar de las playas y el sol que disfruta esa minoría que puede hacerlo, es suficientemente siniestra para la “gente de a pie”, incluso cuando durante esa “normalidad” alcanza a subirse en una ruta 400, calurosa y atestada de pasajeros, rumbo a las Playas del Este de La Habana donde “sol y playa” son una “recreación” de muy bajo costo que, a la hora del retorno a casa, con hambre y sin transporte, arroja altos niveles de estrés.

Una normalidad “sangreada” sería la definición más complaciente con aquellos que prefieren pensar —desde el conformismo— que estar “menos mal” es estar bien, que casi siempre coinciden con quienes piensan que un trozo de pan y un vaso de agua con azúcar es desayuno.

O que mucho mejor lo son una tacita de café mezclado con chícharo o un vaso de refresco en polvo “de paquetico”, y que una dura galleta panadera untada con mayonesa contienen lo necesario para que niñas y niños aguanten una charla política en el matutino escolar, a la que seguirá una “retreta” de asignaturas en extremo ideologizantes. “Retreta” no proviene precisamente de “retrete”, aunque en algunas aulas de Cuba lo pareciera.

Empresa provincial de comercio “La Trampa”, La Habana (foto del autor)

Pero quizás sean los escolares en sus primeros años ese único grupo poblacional favorecido por el desayuno, pero casi siempre a costa del sacrificio de sus familiares mayores de edad. Es común en Cuba que mamá y papá renuncien a desayunar en casa, incluso a merendar o almorzar en el centro de trabajo para así poder transformar su porción de comida en el desayuno de los hijos.

También están los abuelos o los enfermos con dieta médica que ceden a sus nietos o cercanos la bolsa de medio kilogramo de leche en polvo que a veces el Estado (cuando el producto no está “en falta”) les vende racionada, una renuncia que, aunque en muchos programas de la televisión oficialista intentan mostrar como “solidaria” y “tierna” en realidad constituye una cotidianidad desgarradora por todo cuanto contiene de sacrificio, de inmolación.

Pudiera ser gesto muy bello que una persona decida no alimentarse, poniendo en riesgo su salud para salvar a un ser querido, pero igual es inmensamente cruel. Más cuando en el hotel más cutre de La Habana el día comienza con mesas bufets cuyos olores a leche y pan calientes llegan hasta la calle.

A unos pasos de donde se harta el turista, la gente camina desesperada persiguiendo un paquete de salchichas para salvar la cena con un arroz “pintao”.

Servirse dos comidas al día para muchísimos cubanos es un milagro, más en la situación actual en que miles de trabajadores han sido obligados a recogerse en sus hogares apenas con el 60 por ciento de un salario que, en incluso en “tiempos normales”, se asemeja más a un estipendio, a un bono que apenas servirá para adquirir lo poco que despachan racionado en la bodega, los servicios básicos y alguna proteína extra que habilidosamente deberán extender en “croquetas” para que rinda treinta días, es decir, hasta volver a cobrar.

No es una “conquista gastronómica nacional” la croqueta, no es ni siquiera una verdadera croqueta en la que pensaría un español basándose en su tradición culinaria, es sino una masa de… no sé qué cosa, pero digamos que de puro absurdo cotidiano entre los tantos que abundan, con o sin covid-19, en este país que no es “normal”.

Pudiéramos decir con algo de ironía, pero sin alejarnos demasiado de la realidad, que desayuno es uno de esos tantísimos vocablos que han quedado en una esquina oscura del habla de los cubanos y que, en realidad, ha variado para mal su significado original casi hasta vaciarse de su contenido “normal”.

Comenzó por desaparecer durante los años 60 en los colegios donde el desayuno fuera una de tantas conquistas logradas por la ciudadanía cuando protestar, discrepar y reclamar no eran considerados delitos o actitudes de “traidores a la patria”, un concepto mucho más falto de sentido que ese que debía ser, para una alimentación “normal”, el primer bocado del día.

No se habló nunca más del desayuno escolar en los años que sucedieron. Incluso en los “campamentos de pioneros” (el sucedáneo comunista de los Boys Scouts) y en las escuelas en el campo (modo nada sutil de enmascarar el trabajo infantil), donde no quedaba más remedio que servir la comida de la mañana, esta consistía en un trozo de pan duro con mantequilla y un jarro de leche aguada que, al terminarse el padrinazgo soviético, fue sustituido por infusión de yerbas, siempre que fuera el “día de suerte”. Lo “normal” era bajar el mendrugo con agua, y pegando los labios a un grifo.

Si yo fuera la Televisión Cubana me cuidaría mucho de pronunciar demasiado alto la palabra “desayuno” pero sobre todo de hacer comparaciones con lo que pudiera estar sucediendo o no en Miami, o hasta en Haití. Es fallido y es ridículo.

No solo porque de cualquiera de esos lugares del “mundo”, por mal que pudieran estar, es que llegan a Cuba remesas y recargas telefónicas que garantizan el desayuno a los afortunados (hay quienes venden o truecan el saldo), sino porque ya la gente va más que disgustada por el agua que falta, la casa que se derrumba, el transporte que no llega, el salario que no alcanza pero sobre todo, por la comida que no encuentra, el hambre que no deja conciliar el sueño, el estrés que los desvela pensando qué ofrecer en la mañana cuando el pequeño despierte y les diga: “Tengo hambre”.

Autor : Ernesto Perez Chang

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Por cubabella

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